martes, 21 de junio de 2011

De la pedagogía del esfuerzo



Y el viejo Lobo ríe, y entre la boca negra
tienen los dientes blancos un terrible fulgor.
«Abuelita, decidme: ¿por qué esos grandes dientes?»
«Corazoncito, para devorarte mejor...»
Gabriela Mistral
Parte III de Crónica de 30 años de crisis ininterrumpida 1982-2012
Como muchas otras cosas relacionadas con la religión, no creo en el pecado original, la supuesta culpa ancestral que se transmite de padres a hijos desde el momento mismo de la procreación. 
Creo si, que la metáfora del pecado original nos sirve para justificar la terrible inocencia de los niños, tan lejana del control adulto y de sus reglas. Con toda la inconciencia que te da en los primeros años no distinguir completamente el bien del mal, según como indican los parámetros de los adultos, se pueden hacer cosas terribles, marcar vidas para siempre. Los adultos ven a los niños como medias-personas, dependientes para todo de ellos, necesitados de las reglas y límites que ellos les imponen, ignorantes de la jungla en que se vive en la escuela, confiados en la comunicación que tienen con sus hijos, con la certeza de que nada se les escapa, nada malo por lo menos. Mientras más te involucras en distintos grupos, conforme creces, más en contacto te pones con lo mejor y lo peor de las sociedades humanas, más aprendes a golpes a jugar el juego. A mi me pasó al entrar a segundo año de primaria.
Pasé el primer año en la dulce güeva, en la fiesta y la inconciencia que resultaba de una afortunada combinación de factores. Mi papá me enseñó a escribir en el verano previo a la entrada a la primaria, con un método propio, desarrollado por él, y que cuando me tocó experimentarlo ya estaba probado con mi hermano. La onda era levantarse con él, antes de que se fuera a Tuxtla a la oficina. Agarraba un cuaderno de raya, me alzaba sosteniéndome de las costillas para sentarme en el alto banco de su restirador, asentaba el cuaderno, agarraba el lápiz y escribía mientras me decía: Acá dice “El”, acá dice “caballo”, acá dice “corre” acá dice “por”, acá dice “el” otra vez pero con “e” minúscula, y acá dice “campo”. “Ahora tú, escribiendo en la siguiente línea”. Y yo a garabatear “El caballo corre por el campo”. “Ok”, decía mi padre, “ahora llena cinco hojas con ese enunciado, sin errores”. “Nomás no lo vayas hacer en escalerita porque me voy a dar cuenta” –remataba, mientras, no sé si consciente o inconscientemente, se acomodaba el pantalón sobre la panza prominente, con dos jalones de las manos sobre el cinturón, primero de los lados y luego de atrás y adelante. Yo, tragando saliva, digería la amenaza implícita en el ademán en cuestión, y le decía: “Si papá, como Usted ordene”.
Salía mi papá de la casa, yo desayunaba y me iba al estudio a acometer la terrible faena. Nada más subirme al banco del restirador me representaba un reto, sentía como se tambaleaba cuando me impulsaba hacia arriba, con toda la atención puesta en no echarle de más y terminar en el suelo. Después empezaba “Elcaballocorreporelcampo”, “Elcaballocorreporelcampo”. Las primeras veces intentaba hacerlo rápido, pero me daba cuenta que por mucho que apurara para salir a correr con mi primos y mi hermano, se me iba a ir toda la mañana. Yo estaba a 5 meses de cumplir 7 años, recién terminado el kinder, al que había llegado tarde y salido ídem, en un vano esfuerzo de mi padre por darme un poquito de ventaja ante lo que se vendría. Mi primo Layo y mi hermano, de diez ya cumplidos, estaban hacía mucho en las estadísticas de los mexicanos alfabetizados. No se diga mi primo el Heras, que con 11 acababa de terminar la primaria.
Así que mientras a mi me martirizaba la dureza del banco de restirador, diseñado por alguna mente maligna para impedir que se durmieran los dibujantes, llegaban a mi oídos la gritería de los otros jugando en el gran patio compartido que unía por detrás nuestra casa con la mi tío Heraclio. Cuando tras grandes esfuerzos llevaba dos o tres hojas, empezaba a alucinar con los caballos y los malditos campos donde se la pasaban corriendo, mezclando la realidad con el sueño. De a tiro por viaje me despertaba de un brinco, sobresaltado, con la sensación del chango primigenio que se cae del árbol, para descubrir que estaba a punto de correr la misma suerte. Alcanzaba a detenerme apenas, agarrado a dos manos de la tabla, para descubrir un instante después, horrorizado, que al dormirme me había equivocado, que la línea que estaba escribiendo, terminaba en un rayón, como de pájaro en picada, que echaba a perder toda la hoja. Suspiraba, la arrancaba y comenzaba de nuevo. La otra parte del sistema de mi papá para alfabetizar a sus hijos consistía en el deletreo. Cuando íbamos caminando con él, ya en la tarde, en la ronda de visitas que hacía por el centro del pueblo, de repente se detenía frente al rótulo de algún negocio: “Mira hijo, ahí dice Supermercado Cinco hermanos”. “Las letras de la última palabra son: hache, e, ere, eme, a, ene, o, ese. Ahora tú”. Y yo trastabillando, trataba de repetirlas: hache, e, ere, ene…”. “No seas pendejo, esa con las tres patas es la eme, la otra que tiene nomás dos es la ene” –me interrumpía mi sacrosanto padre. Y si me equivocaba otra vez me llevaba un zape, y seguro a la tercera me salía, cuando las manos del señor se habían acercado peligrosamente al cinturón. Así que no tuve más remedio que aprender a leer. El primer año entonces me la pasé platicando y distrayendo a mi compañeros, tratando de convencerlos de que tenía siete años, y ellos me veían desde su estatura reducida generada por la desnutrición y el trabajo del campo con cara de incredulidad donde se leía “Pinche ladino mamón” y me decían “No, si yo tengo 9 y tu eres más alto, has de tener como diez o doce años”. El Urtusuástegui, el hijo del ingeniero, el de la casa con techo de cemento y tele, ese era yo en primero, el rico pues, curiosamente, sin serlo. El blanco de todos los enconos, la demostración infantil de la existencia de la lucha de clases y la resistencia cultural. Mientras estuvieron mi hermano y mi primo, no hubo pedo. Nomás salir ellos y entrar a segundo y comenzó el tormento.
Un día iba yo con mi Sinrival y mi panza caminando por la vida cuando se me emparejaron tres chamacos de cuarto “Como te va”, dijeron. “Bien ¿Y a ustedes?” contesté, agradablemente sorprendido y pensando que a lo mejor podía tener amigos de los grados superiores, cuando me detuvieron entre dos mientras el tercero y mayor, el jefe, me sorrajaba tremendo reatazo en la panza, sacándome hasta la última gotita de aire disponible. “Para que no andes de pinche presumido” me dijo, y me quitaron mi refresco. Una vez que hube recuperado mis funciones respiratorias, me quedé pensando en lo que había sucedido, con la pinche duda de que lo había ocasionado, tratando de identificarlo para evitarlo, sin llegar a ninguna conclusión razonable.
Otro día, Dionel, que iba en mi salón, se me aventó encima por la espalda al salir apenas del salón, y me aplico una llave de lucha libre que me dejó inmovilizado, mientras me insultaba a placer. Dionel era dos años mayor que yo e hijo de albañil que trabajaba a destajo. Saliendo de la escuela se iba a la obra donde estuviera su papá y a darle acarreé que acarreé ladrillos, arena o grava. Así que ni como imponer mi recién adquirido y fofo cuerpo a su correosa y talluda humanidad. De cualquier forma me esforcé en librarme, alcanzando como único resultado un tallón y madrazo en la nariz, de la que empezó a gotear de manera grotesca y escandalosa la sangre, en una relación directamente proporcional a la humillación que yo sentía. Muchos años después, en la época de borracheras de la prepa, me lo encontré mientras iba con mi hermano y un amigo, el Erwin. Lo reconocí y me le fui encima a patadas y madrazos. En esa época había encontrado una vena peleonera que me daba la confianza para tener esos arranques, sobre todo cuando andaba con dos o tres alcoholes encima, como era el caso. Y entre mi borrachera y la de él, se impuso la de él que no alcanzó a reaccionar a los golpes, si apenas a cubrirse mientras gritaba “La ley, háblenle a la polecía”, “Llamen a la justicia”. Como era la época de terror del ex militar Chus rana como jefe de la policía municipal, mismo que madriza de por medio a todos entambaba, sin razón aparente o con, como fuera, por cualquier mamada (como nos tocaría a nosotros, pero eso se los cuento más adelante) la justicia hizo su pronta y oportuna aparición. “Ora hijos de la chingada, subanse pa´rriba” dijeron mientras cortaban cartucho de sus riflitos veintidós que usaban, dispuestos en semicírculo alrededor nuestro, empujándonos hacia la camioneta, con la prepotencia absoluta que da la certeza de que eres la autoridad y puedes hacer lo que quieras. “Momento oficiales”, dijo el mamón del Erwin que ya estaba estudiando derecho, “Nosotros veníamos transitando tranquilamente rumbo a mi casa que es la de ustedes, cuando fuimos agredidos por estos señores” completó señalando al Dionel y sus dos acompañantes. Ante la cara de “¿Qué dijo?” que pusieron los polis, mi carnal entró al quite y les aclaró, “Salimos apenas de la velada en el auditorio, y ya nos íbamos a dormir cuando aquí estos nos atacaron”. Los polis voltearon a ver a su jefe, que dijo, “Pues buenas noche señores”, mientras le soltaba un culatazo mayúsculo al pobre Dionel, que había conjurado su presencia, y esto fue la señal para que los demás le cayeran también a culatazos a sus acompañantes. Cuando nos alejábamos alcanzamos a oír el ruido de la lámina de la camioneta que recibía a los tres pobres tipos para transportarlos a la cárcel municipal. Muertos de la risa nos fuimos a la casa del Erwin a seguir tomando, festejando el inobjetable triunfo de las armas Urtusuástegui, con inconciencia total del desmadre que habíamos armado.
Más o menos dos semanas después de estos hechos, salíamos de nueva cuenta de una fiesta en el Auditorio, la boda del cuñado del Víctor creo, nuevamente mi carnal, el Erwin y yo, cuando de repente ya estábamos rodeados. Al frente del contingente enemigo el Dionel, con los ojos entrecerrados, trabado por la furia, con la cabeza levemente inclinada hacia adelante, con voz ahogada me dijo “¡¡Hijo de tu re puta madre que te parió al aire!!”, que venía siendo el non plus ultra de los insultos vallescentralenses. “No contento con que me madriaste, me llevó la autoridá, me terminaron de madriar ellos y me bajaron la raya de la semana” noté como se iba alimentando con su misma furia y creciendo. “Pero lo más pior de todo es que me peloniaron y me pusieron a barrer el parque el domingo temprano” pensé que había concluido, mientras a mi me recorría un escalofrío, pero no, todavía me dijo “¿Tenés idea de que se siente estar pelón, barriendo y que vaya llegando la gente a la primera misa y te vayan saludando aguantando apenas su pinchi risita de mierda?” aunque poco después estaría cerca de vivir en carne propia esa experiencia, en ese momento no tenía ni la menor idea de lo que sentía vivir la experiencia en cuestión, pero consideré pertinente de cualquier forma no comentarlo. “Tú me madreaste en la primaria, estamos a mano” le dije en cambio. “Ningún estamos a mano, sólo a sólo puto” respondió y tensé el cuerpo para lo inevitable. El “sólo a sólo” era ineludible. En cualquier otro contexto podrías tratar de escurrir el bulto, argüir inequidad, borrachera, o de plano hacerte pendejo. Pero cuando se pronunciaba esa frase, arrastraba una cauda de significado subyacente, que se resumía en que le entrabas o le entrabas, pues no tendrías sosiego nunca más en ninguna fiesta ni espacio público, donde todo el tiempo alguien te trataría de madrear pues eras puto, no le habías entrado a una pelea sólo a sólo. Uno a uno y hasta que quedará un claro vencedor, único momento en que los demás podrían intervenir. Así que me estaba disponiendo para lo inevitable, vencido ya secretamente antes de empezar, cuando se me dejó venir, no a golpes como esperaba, sino tratando de agarrarme por la cintura y tirarme. Estábamos justo en medio de la calle de la esquina surponiente del parque central, eran apenas las doce de la noche de un sábado, y no pasó ni un maldito carro. No pasó ni siquiera la policía, que habitualmente se la pasaban haciéndose pendejos dándole la vuelta al parque, molestando a las muchachas y cazando a los borrachos.
Del encontronazo con toda la furia del Dionel, di dos pasos para atrás, que hubieran sido más, o de plano me hubiera caído si no me detiene el barandalito de la jardinera que marcaba el perímetro del Parque Central. Le he dado un chingo de vueltas viéndolo en retrospectiva y siempre concluyo lo mismo. Hubiera sido mejor caer desde el principio y no quedar detenido ahí. El puto barandalito de mierda tenía picos en forma de flechita, de esos que se supone que le ponen para desalentar el que los pases. Como herramienta de persuasión servía para una chingada, todo mundo se metía a tirarse en el pastito. Como adorno estaba muy cutre, y como sostén en medio de una madriza, francamente insoportable. Mientras sentía como se me iban clavando las puntas en los muslos, y daba gracias al cielo por el pantalón de mezclilla Levi´s tan resistente que había recientemente adquirido con grandes sacrificios, pensaba a mil por hora que hacer en cada fracción de segundo del pleito. No podía darle de rodillazos ni patadas, pues me tenían atrapado contra el barandal de marras ejerciendo presión para tirarme. No podía levantarle la cabeza tomándolo del pelo, pues como el se había encargado de decirme, lo habían rapado recién y no había de donde agarrarse. Probé a pegarle golpes con toda mi fuerza en la espalda y en el costado, pero una vida de peón de albañil había dado resultados, y parecía que le estaba pegando a una tabla. Y él seguía empujando, y empecé a sentir como se rasgaba la mezclilla y me empezaba a rasgar la piel, y ahí, atrapado, tomé una decisión un poco idiota. Me dejé caer de espaldas hacia el pastito, arrastrando a Dionel en mi caída ¿Resultado? Quedé tirado de espaldas, con el Dionel montado sobre mí, con mi rostro a su alcance, y me empezó a tundir con enjundia justiciera en la cara, mientras yo atinaba a apenas a medio taparme y medio tratar, inútilmente, de devolver la agresión desde abajo. El entrarle a un “solo a sólo” tiene sus ventajas. Como ya era claro para aliados y enemigos que me estaban partiendo la madre y que no había posibilidad de revertir el resultado, ya le pudieron entrar todos los espectadores a separarnos al grito de “¡Ya estuvo, ya estuvo!” En estos casos había que asegurarse de que se tenía una sincronización milimétrica entre los que separaban a los contendientes (cada quien a su amigo) pues más de una vez había pasado que mientras tú detenías a tu amigo que estaba arriba e iba ganando, los cuates del otro se medio hacían pendejos y entonces le alcanzaban a plantar al tuyo un soberano reatazo en la cara, o una patada en los güevos que ponía en riesgo sus posibilidades de reproducción futura, transformando en victoria ajena de último momento, su triunfo. Como yo estaba abajo y madreado no fue el caso. Agradecido de que terminara el castigo no hice por intentar madrearlo, sólo me paré, me sacudí, me salí del jardín y nos fuimos caminando haciendo un recuento preliminar de los daños. La mandíbula hinchada y un ojo morado y en proceso de cerrarse era lo que saltaba a la vista. Lo que más me dolía sin embargo, era mi pantalón Levi´s 501, roto desde las nalgas hasta el tobillo, irremediablemente dañado. Con lo que ganaba trabajando en vacaciones en la tienda de Villahermosa me alcanzaba siempre para comprarme uno, así que más o menos tenía dos siempre. Livais y del que fuera. Dos nomás.
Pero eso pasó después. En el segundo de primaria que nos ocupa, llevaba en menos de una semana dos derrotas, la del golpe en la panza y la del Dionel niño. La tercera fue la mía, conseguí una primera victoria que me enfrentaría por primera vez con la maldad y el miedo. No me acuerdo como empezó el pleito, ni porque. Me recuerdo solamente corriendo tras Miguel, mi compañero de banca, que corría despavorido tratando de llegar a la dirección, donde se suponía que estaba la maestra Bety que, plana de por medio, nos había dejado solos un rato. Junto a nosotros corrían las tres cuartas partes masculinas del salón, azuzándonos, impulsándonos al pleito. Lo alcancé al final de la fila de salones de primero, lo tomé de un hombro y lo detuve de un jalón seco, de tal suerte que cambio de trayectoria y fue a estrellarse contra el filo de la ventana del primero A, donde daba clases muy orondo el maestro Wilson. Atontado por el golpe, Miguel quedó a mi merced y le empecé a pegar en la cara, como me había enseñado mi papá. El maestro Wilson salió ante la gritería, y me detuve, pero para mi sorpresa nada más se nos quedó viendo y dijo “¿Ya terminaron? Que nadie se meta”. Nadie se metió, y Miguel trató de darme un golpe, alcancé a esquivarlo y pegarle de vuelta en un ojo, provocando que se doblara llorando, mientras el maestro Wilson decía, “Sin llorar, aguántese como los hombres”. Aprovechando que estaba doblado lo tamborileé en la espalda a dos puños, y luego empecé a tirarle golpes de nuevo a la cara, desde abajo. En eso empezó a escurrirle entre las manos un hilo grueso, de sangre, y fue hasta ese momento que el maestro Wilson intervino y me dijo, “Ya déjalo, ganaste”. Sólo faltó que me levantara el puño en alto ante la concurrencia aumentada por sus tiernos discípulos.
La maestra Bety se puso furiosa, y en medio de una regañada fenomenal, la única que me dirigió directamente a mí en los dos años en que se dedico a aterrorizar a mis compañeros, nos obligó a hacer una especie de reconstrucción de hechos. Cuando llegamos a la parte en que le contamos como se había golpeado Miguel contra el filo de la ventana con la nuca, fue el acabóse, “Lo pudiste haber matado, inconciente” me dijo como mil veces. Mejor no lo hubiera hecho. Conciente ella de que estaba acercándose peligrosamente a una frontera que no debía cruzar con un Urtusuástegui, terminó el hecho dictando sentencia: me quedaría una semana sin recreo. A Miguel no le tocó castigo, así que les quedó completamente claro a todos, a mí el primero, que el único culpable en todo el asunto era yo.
Ahí empezó una de las etapas más negras de mi vida. No recuerdo cuanto duró, pero seguro no menos de unos días y no más de unas semanas, pero fueron insoportables. Al día siguiente, Miguel, que seguía siendo mi compañero de banca, al acercarse la hora del recreo comenzó a decirme “Yo no quería, pero tomando en cuenta que me pudiste haber matado, le voy a tener que decir a mi mamá, ahora que venga al recreo, lo que me hiciste. Seguro ella va a reclamar fuerte con el director y te van a expulsar. Es que imagínate, me pudiste haber matado”, insistió. Yo, que no había pensado en otra cosa desde que la maestra había dicho eso, comencé a temblar. Veía clarísimo que me iban a expulsar, y si me expulsaban ¿A que otra escuela podía ir? La única otra primaria que había en el pueblo, la Zapata, nos estaba ya vedada. Mi tío Heraclio había ido a mentotearle la madre al director que se había atrevido a castigar a su hijo, mi primo el Heras, y como resultado de ello habían sido expulsados sus hijos y mi hermano. Por eso íbamos a la escuela “El Porvenir” que nos quedaba tan lejos. Así que me veía condenado a estar en la casa haciendo plana tras plana de “Elcaballocorreporelcampo, elcaballocorreporelcampo, elcaballocorreporelcampo”. O la otra variante “Elperroladradenoche, elperroladradenoche”. No, era insoportable tal perspectiva. Prefería seguir en la escuela y tener una pelea diario antes que vivir de esa manera. Así que no pude más y le rogué “No le digas a tu mamá por favor (elcaballocorreporelcampo)”. Si hubiera tenido un poco más de malicia o dos años más, hubiera reconocido la sonrisa de suficiencia que se le dibujó en el rostro a Miguel, pero en ese momento la vi como una sonrisa de empatía, de que no le iba a decir, pero en cambio, dijo “No, pues si le tengo que decir, imagínate, mi vida estuvo en riesgo”. “No le digas por favor (elperroladradenoche)” supliqué. Y en ese momento, con la certeza que me tenía en sus manos, me dijo “¿O que me puedes dar pues, para que no le diga”. “¿Cómo?” le dije desde mi pendejez ingenua. “Si, no sé, si me das tu gasto o algo pues me aguanto y no le digo nada” vaciló. Pero yo no vi la vacilación, lo único que se abrió ante mí, fue una pradera de posibilidades, en la que un perro y un caballo se alejaban al galope. “Claro que si, te doy mi gasto”. Y así inauguramos un ritual que se repitió un número indeterminado de días. “Le voy a decir a mi mamá” “No le digas” “Que me vas a dar” y adiós a mi Sinrival y mis sabritas. Y Luego empezó a haber variantes “Le voy a decir a mi mamá” “No le digas” “Que me vas a dar” “Te doy mi gasto” “¿Y que más?”. Hijuelagranchingada. Tal cual se los platico. Cuanta maldá a tan temprana edá, diría un coterráneo. “Pues traigo dos canicas” “¿Agüitas o pintas?” “Pues agüitas” “Bueno, te las recibo hoy pero mañana que sean pintas, y que sean diez” Y al día siguiente eran pintas y eran diez. No sé cuanto duro, pues como dirían los románticos, el olvido tendió su manto protector sobre tan desagradable pasaje de mi vida. Si recuerdo que vivía lleno de miedo en esos días, temiendo que llegara el momento en que no pudiera cumplir con las expectativas de Miguel y este se viera obligado a decirle a su mamá, su madre al director y me expulsaran. Así de buey.

1 comentario:

Lénon Guerrero dijo...

Usted no tiene memoria, tiene una máquina del tiempo, compañero. A más de un gandalla me recordó ese pinche Miguel, jeje.

A ver pa cuando veremos tu libro.